Recuerdo aquellos días de infancia, cuando se acababa el colegio y a los niños por fin nos daban las vacaciones de verano, y planificábamos en nuestras pequeñas cabecitas pensantes lo que íbamos a hacer, adonde íbamos a ir. Realmente no éramos nosotros los que planificábamos qué íbamos a hacer en verano, pero siempre alguien de tus amigos decía que se iría al pueblo a pasar un mes, o todo el verano en el mejor de los casos, y también inevitablemente había alguien que al escuchar esos planes ajenos decía con cierta resignación que no tenía pueblo aflorando esa envidia infantil que hacer ver lo de los demás mejor que lo de uno mismo.
En aquellos días, yo no alcanzaba mucho a distinguir si era mejor tener o no tener un pueblo al que ir en verano, con el tiempo, como pasa con casi todo en la vida, las cosas las ves desde la experiencia y realmente das valor a lo que realmente te aporta algo positivo en tu vida.
Yo tuve pueblo, sí. El de mi madre, un pueblo de Tierra de Campos palentino al que iba más bien fines de semana que veranos enteros, pero sí recuerdo muchas cosas de esas estancias en la casa de mis abuelos.
Despertarme con el arrullo de las palomas; ese cu-cu tan peculiar y tenue que provenía de las cornisas que había en la enorme iglesia junto a la casa. Bajar al corral y comenzar el día con un sol increíble y un cielo azul sin una nube. Y desayunar…desayunar esa leche que mi abuela compraba a una vecina que tenía vacas y que hacía una nata gruesa increíble. Recuerdo muchas cosas pero quizá lo que más me ha calado en el fondo de mis recuerdos de infancia en el pueblo era que allí no parecía existir el peligro aunque lo hubiera.
Los niños pasábamos mucho tiempo en la calle, callejeando a lo ancho y alto del pueblo, jugando, corriendo…pero nuestros padres no se preocupaban de donde estábamos porque siempre aparecíamos a la hora de comer, de merendar…las horas, el tiempo en definitiva, no tenía importancia, al menos para aquellos niños que éramos. Lo llenábamos con idas y venidas en bicicleta, baños en el rio o en la piscina del pueblo o jugando con la peonza de madera con tus primos. Porque también eso era lo bueno, reencontrarte con tus primos y jugar largo y tendido, y claro cómo no, cuando por fin llegaban las fiestas. Esos días era un despiporre porque se pasaba muy bien y se comía aún mejor.
El descanso en un pueblo puede parecer un tópico o algo demasiado mitificado, pero realmente el que viene a veranear sabe lo que busca y lo que va a encontrar. La primera diferencia que se establece es al propio hecho de dormir. El silencio y el frescor de la noche ayudan a conciliar bien el sueño, pero no lo es menos la mañana, ese amanecer brillante con la atmosfera limpia y con el sonido de los pájaros por doquier muy equidistante de ese otro de la ciudad que inevitablemente conlleva a otros sonidos menos placenteros para el oído.
Lo siguiente ya es cosa de cada uno, pero se me antoja muy sugerente levantarse a una buena hora de la mañana, las nueve por ejemplo e ir caminando hasta la panadería del pueblo y comprar el pan reciente para hacerse un buen desayuno con pan y aceite. Después salir al patio o al corral y contemplar los geranios en flor, leer algún libro
A mí que me toca ir a trabajar igualmente sea verano o invierno, me encantaría pasar una mañana de esa manera, son tantas las cosas que se pueden hacer cuando te dejas invitar por el descanso…
Las mismas calles, ahora en verano rebullen algarabía. Las mismas plazuelas se convierten en terrazas donde disfrutar de cerveza fresca y helados, y las iglesias, ¡ay las iglesias¡, sus bancos se llenan un poquito más con las abuelas que llevan a sus nietos a misa con ellas los domingos.
El campo, por su parte, también hace su aquel en el veraneante de ciudad. Los caminos de sirga y las riberas de los ríos se abren a las bicicletas, los paseos, la pesca…la naturaleza se ofrece gustosa a nuestros sentidos, nos invita a sentirla con respeto, eso sí, sin estridencias ni desatinos pues lo que admiramos ante nosotros no es fruto de un día, sino de un equilibrio entre la naturaleza que se abre siempre camino y el hombre que cohabita con ella.
Esto es, en definitiva, el verano en los pueblos. Gente que vive todo el año, y gente que regresa por vacaciones. Tal vez para muchos no sea tan sugerente como unas vacaciones en la playa o un viaje a saber donde, pero cuando tantos eligen pasar un tiempo de sus vacaciones en el pueblo que les vio crecer…es porque algo diferente y saludable ofrecen a tanto espíritu apretado por los rigores del trabajo.
Cuidemos pues nuestros pueblos, démosles ese valor que atesoran y conservan sus gentes, porque al final, donde están los orígenes muchas veces está la esencia verdadera de lo que somos y de lo que verdaderamente vale la pena. Todo es enriquecedor, viajar lo es y mucho, pero reencontrarse en tu pueblo, sí tienes la suerte de tener uno, es el mejor modo de saber quién eres y lo que eres realmente para continuar con tu vida allí donde la continúes y tengas otras rutinas.
Bienvenido seas pues, en verano, a TU PUEBLO….
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