Alfredo, el gran lector de Miguel Delibes y de otros muchos libros, se había propuesto, a sus 75 años, hacer una a una las Rutas de Delibes. Valladolid era su provincia. Su pueblo, que llevaba viniendo a menos desde hace demasiado tiempo, era Castrillo Tejeriego, entre los valles del Esgueva y del Duero. La tierra chica tiraba de Alfredo, como tiraba su familia, sus convicciones religiosas y su patriotismo.
Venir hasta Villanueva de Duero desde Madrid en este otoño de 2013 era tener recorrida la mitad de esta primera Ruta de Delibes, la que recrea los pueblos de Las perdices del domingo, diario de caza en el que a Delibes le sucedieron cosas tan horribles como la muerte de su mujer, el bautismo cinegético de su hijo Adolfo o el descubrimiento de los mejores cotos que conoció nunca de la parte de Castilla la Nueva y Andalucía.
El folleto de esta primera ruta le avisaba de que en Villanueva se podrían ver tórtolas, zarzamoras y nieblas meonas. Hacer esta ruta en otoño le iba a posibilitar, quizá, tener una mañana de niebla meona, con los campos albos como después de una nevada.
Esta vez mi tío Alfredo se cogió el AVE a primera hora hasta Valladolid. Acostumbrado de pequeño a las duras faenas del campo, a los madrugones, al poco descanso, no era para él un fastidio levantarse pronto. En Valladolid, me dijo, le esperaba Albertino, labrador jubilado de Castrillo que ahora vivía en la capital. Era cuestión de recorrer 20 kilómetros en coche.
La carretera era recta y, al fondo, se veían las casas del pueblo como polluelos en torno a la iglesia, Nuestra Señora de la Visitación. Pararon junto a la ermita y leyeron el texto de Delibes:
El adiós al cazadero de Villanueva de Duero se produjo el otro día, según consigné, de manera repentina, absolutamente inesperada. En esta finca, que tuvo sus perdicitas en tiempos de Alejandro F. Araoz, senior, y que después, por circunstancias que no se me alcanzan, han desaparecido, hemos pasado muy buenos ratos con la entrada de torcaz a primeros de noviembre y con el pelo el resto de la temporada.
La niebla ya estaba levantando cuando vieron volar un bando de torcaces. Niebla, torcaces… eran las palabras sugeridas en la web de Diputación. La tercera, la de la planta, para la zarzamora. Se pusieron entonces Alfredo y Albertino a buscar con la mirada alguna zarza. ¡Y las había! La humedad abrillantaba su verdor; las poquitas hojas que se habían enrojecido le daban un aire menos arisco del habitual.
Lo bueno de la zarzamora de Villanueva de Duero es que, como en toda Castilla, se da en tierra de todos y quien tiene el brazo más largo alcanza más alto y nadie le pedirá escritura de propiedad de tierras ni le dirá que cosecha donde no sembró. Hay que ir a buscarlas a las riberas del río Duero y del Adaja, a los caminos que llevan a San Miguel del Pino y hacia Villamarciel, a izquierda y derecha de la carretera de Medina del Campo, junto a la alameda y en las lindes de tierras o de cotos como el de caza de Calderón, junto a tapias poco frecuentadas como las del camposanto, donde la haya.
Villanueva de Duero, me cuenta mi tío, estuvo relacionado durante años a la Cartuja de Aniago. Cuando desapareció, algunos de los tesoros de la cartuja pasaron a la iglesia del pueblo. Desde allí comienza la ruta de la Cerviguera, ruta de paisaje, flora y fauna que transcurre junto al Duero. Alfredo y Albertino, con chubasquero aunque no lloviese, se pusieron a andar por esta ruta natural y recordaron la de veces que Delibes nombra a Villanueva en sus libros. Un pueblo a 20 kilómetros de la capital y con una finca como la de los Araoz (amigos de los Delibes) era un sitio muy apetecible. No le costaba nada al escritor acercarse hasta el pueblo cualquier domingo de caza. ¿Y si se ponía a llover? Todo consistía en darse la vuelta y en diez minutos estar en casa.
Vistas las ruinas de Aniago, el aspergeo de setas en los perdidos, algunos bandos de torcaces alrededor de la iglesia… Leídas las citas de Delibes y comprado un pan lechuguino para Isidora, la mujer de Alfredo, les dio la hora de comer. En la bodega “Las Tinajas” les sirvieron unos torreznos de tapeo y un par de vasos de vino. Uno de los del pueblo, jubilado también, de los que se pasan las horas muertas en el bar recordando las cosechas de otros tiempos, les habló de la feria de oficios “Aldeanueva” que tienen todos los años en el pueblo. Feria de oficios antiguos en donde se vuelven a ver carros por las calles, trébedes en las cocinas y mujeres lavando la ropa en la Fuente de Lavar.
Me cuenta mi tío que comieron sopa castellana, trucha con jamón y arroz con leche. Que Albertino le dejó en la estación a media tarde y que poco antes de las 21 horas estaba llamando a la puerta de casa con su pan lechuguino bajo el brazo
¿Qué ver de Aniago?
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