“A Sardón nos desplazábamos en un tren mixto (…)”, leía hace unos días mi tío Alfredo en la D que, junto al Duero, tienen en Sardón para recordar las Rutas de Delibes. Sardón… de Duero, que la fama le viene del río.
Se asomó Alfredo al Duero. Las hojas de los árboles de la ribera navegaban sobre las aguas. Sin mucha prisa. Y caía otra y luego otra. Se oían los pájaros. Volvió Alfredo sobre el texto del monolito y siguió leyendo estas palabras que son de la zona, de Castilla: laderas, escorrentías, mogotes, pedrizas… Miró a lo alto, al norte, y oteó las laderas que bajaban del páramo. Descubrió enseguida las escorrentías, tantas veces vistas en su pueblo, cuando era niño. Recordó entonces a su mujer, Isidora, también de niña en el pueblo, en Castrillo Tejeriego. Y le pareció tenerla allí, como cuando salían de la escuela a media mañana y se iban cada uno a su casa y la madre de Isidora le daba un pedazo de pan con algo de tocino que sacaba del cocido. Y al volver a la escuela, Isidora sabía que el cocido continuaba su marcha lenta en la lumbre… Alfredo e Isidora sabían, con su decena de años cada uno, que sus madres tendrían el cocido listo para cuando regresaran de la escuela. Siempre listo, siempre rico.
Volvió Alfredo la vista sobre el monolito de Sardón, a escasos metros del Duero, junto al cartel de la quesería tradicional Picomelero y una señal de prohibido camiones, que el puente no les aguanta. Al fondo, pasado el río, la quesería funcionaba silenciosa. Pareciese que estos meses de otoño e invierno no estuviera permitido ir allí a comprar queso. Que estuviesen curándolo en clausura.
Bajaba el Duero como siempre, con majestad. Alfredo pensó en Delibes y sus jornadas de caza por Sardón. Dio vueltas a su vieja teoría de que Delibes es como una piedra que se tira sobre un lago y ¡chas! emite unas ondas potentes en los primeros momentos para ir apagándose conforme se alejan. Por eso, pensaba Alfredo, Miguel Delibes frecuentó tanto estos pueblos que se encuentran a 15, 20, 30 kilómetros desde Valladolid. Le pillaban muy a mano.
Cien metros atrás Alfredo fotografió el Molino Harinero Santa Eugenia de piedra limpia, renovada, que pareciera sestear al sol de noviembre. No olía a pan, porque hace años que no funciona como tal, pero estaba hoy mi tío nostálgico y recordó el olor del pan de cuatro canteros, el que se hace en los pueblos de Valladolid. Y se acordó de su abuelo Alfredo, que vestía de labrador pantalones de pana que, al andar, una pernera daba con otra, y emitía un zru-zru que a mi tío Alfredo le impresionaba.
Sardón está lleno de corrales, como pasa en todos los pueblos de la provincia. Algunos con árbol dentro, otros con trasera de metal o con trasera de madera vieja y sin color por falta de arreglos. En el corral de Alfredo, siendo el pequeñajo, plantó una higuera pegada a la cuadra. Pidió y le dieron varias ramas de la higuera que había frente a la escuela, en la casa del abuelo Nicolás. Las plantó. El árbol creció bien. Mi tío Alfredo cuidaba la higuera. De aquella higuera comieron higos y brevas hermanos, sobrinos y sus cuatro hijos. Se hizo tan fuerte que levantaba las piedras de entrada del corral a la cuadra y hubo que cortarla.
En estos pensamientos estaba cuando se dio de bruces, ya en la plaza de Sardón, con la puerta de la iglesia, abierta. Pasó dentro. Salía el cura de la sacristía y Alfredo se le acercó. Le contó que viene recorriendo los pueblos de las Rutas de Delibes. Le dijo también que era de Castrillo Tejeriego, que venía a suponer un salvoconducto para que el cura no le tratase como a un turista de Madrid. La cercanía geográfica siempre ayuda en estos primeros contactos. El cura le hizo de guía exclusivo por la iglesia, que está en perfecto estado. Con paredes y techo de piedra, tiene un coro de madera muy apañado en la parte de atrás, elevado, como se da en los pueblos de Castilla. El señor cura le fue explicando las distintas imágenes del altar hasta que se detuvo en un Cristo de marfil traído de Filipinas. Pequeñito, precioso.
Lo principal estaba visto: el Duero, el canal, el monolito de las rutas, la fábrica de harinas, la iglesia… Delibes, con el señuelo de la caza, conoció muchísimos pueblos de la provincia de Valladolid. Casi todos. Y se enriqueció con sus paisajes, sus gentes y sus costumbres. Alfredo también lo está haciendo. Vuelve a recordar, descubre nuevos lugares, aprende. Después, al llegar a casa, me lo cuenta a mí y yo lo escribo para www.puebloenpueblo. Y después de contármelo a mí se lo relata al menor de sus hijos, Alfredito, que ya ha doblado el medio siglo y canta como los ángeles en la catedral de la Almudena. Y cuando va de visita su hija Turi a su casa, rodeada de nietos (bisnietos de Alfredo), el abuelo se pone en medio de todos y les relata esto mismo en forma de cuento. Y el día que llega Tere, otra de las hijas, le saca las fotos y le detalla cada paisaje, cada rincón de estos pueblos. Y cuando se acerca a comer Carlos (preferiblemente sopas de ajo, que hace su madre como nadie en el barrio de Usera de Madrid), entonces Alfredo se pone a filosofar sobre estos pueblos de las Rutas de Delibes y a recordar viejos tiempos.
Noviembre le ha dado a este viaje de mi tío Alfredo por Sardón de Duero un aire nostálgico y familiar. Le ha parecido ver en Sardón a su abuelo Alfredo acarreando hasta la era, a su madre sirviendo el cocido, a su mujer, Isidora, de pequeña, yendo y viniendo a la escuela, a sus hijos montando en los últimos trillos que quedaban útiles en el pueblo… Me confiesa mi tío Alfredo que, cuando estaba en la plaza de la iglesia, solo, lejos de Madrid, le entraron ganas de abrazar a su mujer (una castellana recia y socarrona, una joya) y a sus cuatro hijos (nacidos todos en Madrid, pero apasionados como él por la tierra de sus antepasados). Se les imaginó a los cuatro de pequeños, jugando en aquella plaza de Sardón, mientras él tenía cogida la mano de su mujer, Isidora.
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