Yo recuerdo de niña pasar fines de semana en el pueblo de mi madre. Para mí era algo que me entusiasmaba pero al mismo tiempo me intimidaba, de niño todo se ve desde una magnitud mayor, cambiabas de paisaje, casas bajas, calles algunas con piedras otras incluso con barrillo producido por los terrones de tierra que dejaban los tractores y remolques cuando llovía, pero sobre todo había un silencio que no acostumbraba a haber en la ciudad. Te despertabas y a lo sumo oías en el tejado el arrullo de las palomas o el cloqueo de las cigüeñas en la torre de la iglesia, y parecías estar en otro mundo.
Pero sin duda lo más curioso que me resultaba en aquellos días e incluso llegaba a resultarme incómodo, era el hecho de salir a comprar lo que mi abuela me mandaba a la tienda de ultramarinos donde, ¡madre mía¡, tenían de todo, en poca cantidad eso sí, pero prácticamente de todo lo que se podía precisar en momentos de urgencia, y mientras aguardaba mi turno siempre había una señora que me decía; – y tú maja, de quien eres?. Aquí comenzaba ese sentimiento de intimidación, de acobardamiento, porque no lograba comprender esa pregunta ni otras que le sucedían. Y claro, con voz tímida te tocaba soltar tu árbol genealógico que para ti, en aquellos días se reducía a tus padres y tus abuelos. No es que te avergonzaras en absoluto de tu rama familiar, era el hecho de tener que decirle a alguien que no conocías lo que para ti era algo sin importancia, ¿qué particular podía tener quienes eran mis padres y mis abuelos?, yo solo iba a comprar lo que mi abuela me había dicho, nada más, e irme por donde había venido.
Pero siempre terminaba diciendo quien era mi abuela, mi abuelo y mis padres. Y siempre me decían: ah, tu eres la nieta de “la Isidra”, de la hija que tiene en Valladolid. Y a partir de ahí, siguientes preguntas: – y ¿cuándo habéis venido?, hace mucho que no veo a tu madre, ¿Qué tal por Valladolid?, ¿Te gusta venir al pueblo? …y cosas similares a las que tu contestabas más por esa educación que tus padres te daban que por el hecho de que te agradara esa conversación, mucho más siendo una niña.
Han pasado muchos años de esas primeras experiencias de niñez en el pueblo de mi madre, yo era privilegiada porque ¡tenía pueblo!, y muchos niños en la ciudad no lo tenían, pero ha tenido que pasar tiempo para que comprendiera y viera con otra madurez el modo de vida de los pueblos y el carácter de su gente, algo que puede parecer bueno o regular, mejor o peor que el de la ciudad, pero sin duda diferente y muy chocante cuando se ha vivido inmerso en la ciudad.
Vivir en un pueblo es otra historia. Es bien sabido, pero cuando digo que es otra historia, no lo digo desde un punto de vista diferenciador entre lo rural y lo urbanita, que evidentemente lo tiene, mi afirmación va más allá. Es el modo en el que se escribe el acontecer diario de sus gentes, personas que por circunstancias dispares eligen vivir en lugares alejados de las grandes urbes y pasan sus días con rutinas sin prisas, sin ruidos pero sobre todo sin esa enajenación que se tiene para casi todo en las ciudades.
En un pueblo, nada es ajeno, todo forma parte de todos y cuanto sucede se respira en el ambiente.
Cuando decides instalarte en un pueblo, no es tu voluntad la que prima en cierta manera sino la de todas esas personas que lo pueblan. Varía sustancialmente dependiendo de lo grande o pequeño que sea el pueblo pero de algún modo, tu pretensión de pasar desapercibido, se queda en eso, en una pretensión que dura lo que tardas en salir de casa. En el momento que te cruzas con alguien del pueblo, sientes cómo su mirada se clava en ti. Después te saludan; hola, buenos días o hasta luego, cualquier fórmula es buena, y mientras dura el saludo la mirada impertérrita en tú anónima persona. Tú te alejas de ese cruce sin darle demasiada importancia pero la maquinaria de la curiosidad ya ha movido el primer engranaje. Los siguientes no tardaran en sucederse. Ese hola, buenos días o hasta luego es un cumplido saludo de alguien que por estar en su pueblo te acoge pero, se ha fijado en ti, eres nuevo, forastero o quizá un turista ocasional que está de paso. Con tus siguientes apariciones por el pueblo la mirada curiosa y la voz callada comienzan su juego que no es otro que el de descubrirte, el de averiguar quién eres, qué haces allí, y todo tu empeño por pasar desapercibido será inútil.
Ser forastero es una cosa, ser anónimo es otra bien distinta. En un pueblo, lo normal es que todos se conozcan y por eso necesitan saber de todos, de los que están y de los que llegan, sobre todo de los que llegan. Al principio esto lo puedes encajar regular, que sepan de ti más de lo que tu deseas puede resultarte toda una intromisión en tu vida y en tus cosas, pero al final terminas por caer en la cuenta de que forma parte de la costumbre, y lo que es más interesante, de la buena convivencia de un pueblo porque de ello depende precisamente su propio carácter de comunidad y su modo de vida tranquilo y sosegado.
La gente de los pueblos vive mucho más tranquila porque saben de qué pie cojea cada uno, donde vive, donde suelen dejarse ver, y toda esa información sirve para establecer las distancias, los acercamientos, tanto lo bueno como lo malo que siempre hay en todo lugar para que la convivencia no sufra encontronazos y no se tambalee esa tranquilidad de la que se presume.
Por eso necesitan saludarte, integrarte primero para someterte a una especie de filtro en la que ver o intuir tus intenciones, lo que conocen lo tienen controlado pero lo que no conocen puede ser una amenaza o bien una bendición más para su pueblo. A partir de ahí, si tú quieres y aceptas esas pequeñas intrusiones en tu vida, terminaras percibiendo que puedes sentirte menos solo y más querido en un pueblo que en una ciudad y que de precisar ayuda, tal vez te brinden más de la que puedes necesitar.
Hecho ese surco de confianza, la vida en un pueblo para los que hemos venido de la ciudad, es una cuestión de tiempo el terminar por acostumbrarse. Cuesta un poco, sobre todo porque a veces hay personas, y todo hay que decirlo, que en su rutina del pueblo adolecen de algún tipo de aburrimiento y se dedican a lo que vulgarmente en Castilla se llama “cortar trajes”, que no es otra cosa que hablar de los demás desde el prejuicio y aliños de desbordante imaginación sin el conocimiento interior de las personas de las que hablan, y que te hacen vulnerable sin que casi puedas defenderte de ello.
Pero salvando esto y que francamente, también existe en la ciudad porque gente malintencionada hay en todas partes, la vida en un pueblo es tal vez más sana para el cuerpo porque las prisas, no son prisas, son aconteceres y ocupaciones que ocupan un determinado espacio de tiempo de nuestro reloj de vida particular, pero luego no hay excesivos ruidos, no hay atmósferas cargadas…y la naturaleza es tu vecina, la tienes al lado mismo de tu casa. Y…eso, qué quieren que les diga, puede no ser la mejor vida o puede serlo, no lo sé, pero en un pueblo la vida es distinta y cuando cada vez la elige más gente…por algo será.